CAFÉ
Comenzó
siendo un boceto, cuatro trazos curvilíneos sin forma aun definida,
una historia pensábamos interminable, o un pensamiento perpetuo
cimentado en un bonito relato de amor. Pero se acabó cielo,
sucumbimos al tiempo, al continuo tic-tac de un reloj que nos marcó
breves pero intensos momentos cercanos. El tiempo, aferrado de la
péndula, tallista infatigable que tictactea la escultura de barro en
que nos hemos convertido nos ha transformado en seres inaccesibles.
No lo soporto. Y tú, tan infanta entre mis brazos y tan magna en la
lejana soledad apareces en cada introversión de mi alma. Te amo.
Bien lo sabes, tan cierto como cuando el sol alumbra tu figura y
proyecta una sombra que cercena de lleno cualquier obra erigida. Eres
la perfección absoluta, el cálculo exacto, la sonrisa eterna…
Destino de todos mis besos, la tormenta acude a mí como al viajante
atormentado que sucumbirá entre las fauces del mar. Te adoro y te
profeso una lealtad absoluta, te amo como el hijo en el regazo de su
madre, te quiero como lo que fuimos… amantes. Amantes en secreto de
un destino negro, amantes entre un público abucheador, amantes en el
silencio de todas aquellas noches que fuiste mía, amantes cuyos
dedos entrelazados se descubren solos y arrugados. Amante de ti,
sólo y únicamente de ti. Y ahora, desolado, alzo la vista al
caminar y descubro una luna arrebatadoramente bella, de una palidez
extrema.
“…
Existe una luna que brilla por doquier, junto al resplandor de su luz
habita una estrella, hermosa y diminuta. Pronto cohabitará un
segundo astro que acompañará al primero de por vida. Y el caminante
al observarla quedará embelesado, dulcificado a su manera por aquel
resplandor que guía su largo peregrinaje…”
Recuerdo
aquella nota que deposité en la palma de tu mano, aquel “Te
quiero” transformado en prosa, céfiro que alborota tu dorado
cabello, la leíste en un silencio que fue difícil romper. Protegida
por ese aura de divinidad arrugaste el papel como ovillo de lana,
diste media vuelta y tu espalda dibujó la fragilidad de nuestra
unión. Comprendimos que aquello llegaba a su fin. Era inútil crear
un contrafuerte para protegernos, hallar una forma de escapar al
asedio de la duda, escondernos en un laberinto de confusa salida.
Avancé hacia ti, lento y apagado. Deposité mi regazo junto al tuyo,
respiré hondo y al expulsarlo el aire rozó tu frágil cuello. No lo
pude evitar y alcé mis brazos para abrazarte tan fuerte como pude y
juntos allí, en medio de la espesura ladramos a la luna. Acariciaste
mis manos en un roce continuo, ladeaste tu cabeza en la almohada de
mis hombros y nos pronunciamos un “Te quiero” mudo, sordo al
mundo y le pedimos explicaciones al curso de lo acontecido.
El
café me devuelve a la realidad, me ocurre con frecuencia, me quedo
absorto cuando la cucharilla molinetea sin parar y el azucarillo se
deshace entre la crema ardiente silueteando formas sin sentido que
hipnotizan mi existencia y me transportan a un mundo de ensoñación
y fantasía. Todos se piensan que estoy triste, y como explicarles
que desde que te marchaste la hora del café me convierte por un
momento en alguien cercano a ti sin saber siquiera dónde te
encuentras. Nos citábamos todos los días a las seis en punto, a una
hora en el que el café es tardío y los besos… jóvenes e
inmortales.
La
hora del café es la hora del amor al mundo. Y en el mundo siempre
estás tú.
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