lunes, 22 de febrero de 2016

Café. un relato de Francisco Lavín Pérez-Stauder

Dice la letra de la canción que hay cosas que están destinadas a ser...pero hay otras que están abocadas al fracaso. Ésta es una historia de amor furtivo.


CAFÉ

Comenzó siendo un boceto, cuatro trazos curvilíneos sin forma aun definida, una historia pensábamos interminable, o un pensamiento perpetuo cimentado en un bonito relato de amor. Pero se acabó cielo, sucumbimos al tiempo, al continuo tic-tac de un reloj que nos marcó breves pero intensos momentos cercanos. El tiempo, aferrado de la péndula, tallista infatigable que tictactea la escultura de barro en que nos hemos convertido nos ha transformado en seres inaccesibles. No lo soporto. Y tú, tan infanta entre mis brazos y tan magna en la lejana soledad apareces en cada introversión de mi alma. Te amo. Bien lo sabes, tan cierto como cuando el sol alumbra tu figura y proyecta una sombra que cercena de lleno cualquier obra erigida. Eres la perfección absoluta, el cálculo exacto, la sonrisa eterna… Destino de todos mis besos, la tormenta acude a mí como al viajante atormentado que sucumbirá entre las fauces del mar. Te adoro y te profeso una lealtad absoluta, te amo como el hijo en el regazo de su madre, te quiero como lo que fuimos… amantes. Amantes en secreto de un destino negro, amantes entre un público abucheador, amantes en el silencio de todas aquellas noches que fuiste mía, amantes cuyos dedos entrelazados se descubren solos y arrugados. Amante de ti, sólo y únicamente de ti. Y ahora, desolado, alzo la vista al caminar y descubro una luna arrebatadoramente bella, de una palidez extrema.

“… Existe una luna que brilla por doquier, junto al resplandor de su luz habita una estrella, hermosa y diminuta. Pronto cohabitará un segundo astro que acompañará al primero de por vida. Y el caminante al observarla quedará embelesado, dulcificado a su manera por aquel resplandor que guía su largo peregrinaje…”

Recuerdo aquella nota que deposité en la palma de tu mano, aquel “Te quiero” transformado en prosa, céfiro que alborota tu dorado cabello, la leíste en un silencio que fue difícil romper. Protegida por ese aura de divinidad arrugaste el papel como ovillo de lana, diste media vuelta y tu espalda dibujó la fragilidad de nuestra unión. Comprendimos que aquello llegaba a su fin. Era inútil crear un contrafuerte para protegernos, hallar una forma de escapar al asedio de la duda, escondernos en un laberinto de confusa salida. Avancé hacia ti, lento y apagado. Deposité mi regazo junto al tuyo, respiré hondo y al expulsarlo el aire rozó tu frágil cuello. No lo pude evitar y alcé mis brazos para abrazarte tan fuerte como pude y juntos allí, en medio de la espesura ladramos a la luna. Acariciaste mis manos en un roce continuo, ladeaste tu cabeza en la almohada de mis hombros y nos pronunciamos un “Te quiero” mudo, sordo al mundo y le pedimos explicaciones al curso de lo acontecido.

El café me devuelve a la realidad, me ocurre con frecuencia, me quedo absorto cuando la cucharilla molinetea sin parar y el azucarillo se deshace entre la crema ardiente silueteando formas sin sentido que hipnotizan mi existencia y me transportan a un mundo de ensoñación y fantasía. Todos se piensan que estoy triste, y como explicarles que desde que te marchaste la hora del café me convierte por un momento en alguien cercano a ti sin saber siquiera dónde te encuentras. Nos citábamos todos los días a las seis en punto, a una hora en el que el café es tardío y los besos… jóvenes e inmortales.

La hora del café es la hora del amor al mundo. Y en el mundo siempre estás tú.

Francisco Lavín Pérez-Stauder. 
 

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